1 de septiembre, 2010
Era un día cualquiera, pero diferente, bajo ese color del azul del cielo, que a veces parece rojizo, sobre todo al atardecer visto desde los alrededores del Palacio Real que era allí donde me encontraba solo, caminado y mirando a las gentes que pululaban por la zona, y también respirando la ciudad, porque todas las ciudades tienen un olor diferente, y el de Madrid al atardecer es muy entrañable, se te cuela en el alma y a la vez que te ofrece toda su energía, también te llena de nostalgia el espíritu.
Fue entonces cuando me acordé con una media sonrisa de la frase mítica y típica MADRID ME MATA. Comencé a pensar en los años pasados en mi ciudad, las diversiones incontroladas y banales, los amaneceres con churros con chocolate, las delirantes trastadas, el irnos sin pagar de un bar, las múltiples pillerías para conquistar a las princesas de Madrid y las extranjeras en el amanecer del alba cuando desgraciadamente sus cuerpos estaban con grades dosis de alcohol y esto hiciera que nos fuéramos lejos de ellas, nunca se debe estar con una mujer borracha, es mejor ayudarla y que descanse en su hotel o casa o residencia, te lo agradecerá más, solo la gente del mal vivir serían capaces de abusar de esas incautas chicas.
En tanto en cuanto recordaba ese pasado muy presente, me dirigí a una zona que no es aconsejable para turistas y tampoco para españoles, la calle Montera, había estado muchas veces en esa zona, entre otras razones porque allí cerca trabajé más de 3 años y debía de transitar por ella para llegar a la parada de un autobús.
Esta vez me fijé en eso que existe detrás de lo que se ve a simple vista, pude ver sobre el suelo una persona que esperaba la muerte y que nadie hace nada por ella, veía sangre por el suelo, junto con cagadas de las palomas, los edificios parecían más viejos y apunto de derruirse, había estado allí un periodo de mi vida, pero jamás reparé en esas personas o quizás sí, pero me mentía a mi mismo para no sufrir.
En las calles adyacentes se situaban árabes para vender tabaco, también los enormes negros con sus mantas vendían su material, mercancías averiadas o cualquier otra cosa, relojes sin hora, como si no existiera el tiempo, y cuando llegaba la policía hacían de su manta un petate, para no perder la mercancía y su sustento para sobrevivir.
También había peruanos tocando su música mística y otros músicos para después muy cortésmente pedir un diezmo, o quizás para que le comprases un CD producido por ellos mismos, según te informaban los músicos peruanos con sus ponchos.
Mientras tanto la vida de los demás trascurre aparentemente normal, gritos de algarabía, de jóvenes y no tan jóvenes para disfrutar de la noche madrileña, ignorando que como dice la canción ya no existen príncipes azules, en cualquier caso la sensación era de euforia, de emociones demasiado elevadas para horas más tardes descender según comienza el alba.
Me dirigí a la calle Montera donde había estado casi cuatro años sin reparar en todas aquellas putas con sus caras desahuciadas, con sus ojos de una tristeza milenaria, había más que cuando yo trabajaba cerca de la zona, al pasar cerca de ellas te miran con esos ojos y esa mirada triste pero con una sonrisa libidinosa, al pasar de largo y mirar hacia atrás, su sonrisa desaparecía, no podían aguantar un gesto tan precario y falso y salía a relucir sus caras verdaderas, unas caras de desolación infinita y desesperación hasta querer su propia destrucción, eran animales en cautiverio, que se acostumbraron a mirar la vida desde una cárcel interna .
Las había negras, que sabedoras de que el cliente en cuestión no suelen ir con ellas, rebajan su servicio a precios ridículos, las había de las de toda la vida, que con sus maquillajes y su retórica, son capaces de conseguir una clientela fija mayor de 50 años, porque saben escuchar y atender las verdaderas necesidades de esos desgraciados hombres que viven en una penumbra sin fe ni esperanza, y que con los ojos de esas señoras con aparatoso maquillaje y ternura, conseguían unir sus pobres almas por un periodo de tiempo corto, para proseguir con sus rutinas, seguir estando recostadas sobre sus esquinas como una antigüedad, esas esquinas que se van pudriendo por el tiempo, la urbe, el viento de Madrid, las que no quieren ser vistas o quizás ya no se distraigan por ver una jeringuilla clavada en un brazo, se sitúan en el túnel y a la vez pasadizo para unir las calles de la plaza del Carmen con Montera.
También quizás se sitúen en esa zona como apartadas por la gran abundancia de prostitutas de los países del este, quienes poseen una escultura más joven y son más bellas, con los típicos rasgos físicos; además de vez en cuando juegan entre ellas, o gritan o bailan, para llamar la atención del cliente mirón de turno o para paliar su ira, su dolor interno que es infinito; llevan unos tacones demasiado altos para parecer más bellas y esbeltas y tan altos son que las hace parecer no estar en la tierra y querer salir volando hacia sus hogares, antes de que una lipotimia o desvanecimiento grave por su escaso alimento o mal repartido durante el día y la noche y el frío y el calor a que se someten que hace parecer a sus cuerpos resquebrajados y con una significativa delgadez , deje un pasaporte menos y encuentren más paz en otro lugar.
Ese ya no era el aire de Madrid, más bien había incluso que aguantar la respiración, porque olía a orines, a palabras que no se encuentran en el diccionario.
La situación se convertía en más tétrica cuando también se oían las penurias de aquellos que están entre los cartones cercando un portal, viandantes caminado hacia la calle arriba y abajo, los mismos que estaban tardando en elegir a su princesa por un tiempo corto y breve, pero suficiente para que tapasen las lágrimas de esas princesas y tengan que hacer de actrices del deseo y del placer para dentaduras sin dientes, desesperados de sus vidas que desean ver más desesperación en una cara que sufra más que la suya y de esta manera corra por su cuerpo un desgarro muscular y su descarga de veneno dentro de aquella princesa que terminado el acto ya no podía sonreír y se despedían, sin ningún beso y con un adiós.
Ya era suficiente para mí y metí en el metro para nunca más recordar, para jamás olvidarlo, pero para mi sorpresa me encontré con un amigo, al cual no podía engañar de mi aventura, que muchos sabían y pocos la desechaban por banal y frívola para sus vidas. Para mi sorpresa me propuso mi amigo que bajásemos en la estación de Lago y de esta manera veríamos más de lo mismo que yo ví minutos antes, aduciendo que lo de la Casa de Campo se trataba ya de algo sin escrúpulos e infernal como no podía ser de otro modo.
Así fue, nos bajamos de la estación de Lago, para incorporarnos a pie. Todos van en sus coches para la faena, a pie solo los locos o aventureros temerarios, el caso es que empezamos la caminata que los dos sabíamos de memoria, si empezábamos en un punto acabamos en otro, conocíamos mejor la zona que aquellas pobres almas que se albergaban entre los árboles. No es baladí que hace años las familias iban a comer a la Casa de Campo y que por las mañanas es un lugar de tránsito para corredores, ciclistas y otros deportistas, por tanto sabíamos dónde pisábamos, pero no eran los compañeros de las mañanas.
Había una caravana de coches para ver a las prostitutas y que a su vez llegaran a un acuerdo económico para consumar el acto del servicio pactado, muchos de ellos pasaban una y otra vez mirando, porque querían asegurarse alguna chica nueva y sumisa, pues muchos de ellos eran asiduos y las preferían nuevas y el tiempo también corría, y las excusas para los casados iban difiriendo.
Mi amigo y yo íbamos hablando de la esclavitud de esas mujeres, de la gran condena que pesa sobre ellas, ojos noctámbulos, olores que gritan, llantos sin lágrimas, sonrisas llorosas.
Las africanas se abalanzan sobre los coches, quienes las mantienen allí las han robado su alma por mediación de ritos vudús y la magia negra muy utilizada y con una gran superstición en sus países de origen, deben obedecer porque de lo contrario les caería una maldición a ellas o a sus familias, de esta manera caían fulminadas hacia los coches mostrando sus culos y sus pechos y cuando eran rechazadas, esgrimían todo tipo de gritos e insultos.
En lugares oscuros había coches, y tanto mi amigo y yo solíamos decir a la vez susurrando, mira los que custodian las chicas, los detectábamos a la vez, no era difícil, nadie entraba al coche y seguía siempre allí, estaba claro de quien se trataba, entonces mi amigo me dijo, mira hacia la izquierda con sigilo, y dime si ves y piensas lo que yo ¡¡¡Hostias!!! Dije, lo sabía claro, pero no con tantas pruebas delante de mis ojos, dos furgonetas estaban paradas y mujeres saliendo de ellas, mujeres con ropas cortas y alguna salía con los pechos descubiertos, en total entre las dos furgonetas salieron más o menos 25 ó 30. Las había con la típica chaqueta pequeña o torera, botas con plataformas, bragas baratas, pechos recargados y tetas chillonas. Todo el vestuario las hacia parecer más flacas y zancudas. Mientras, los hombres de las furgonetas con acento extranjero se marcharon, como sabiendo perfectamente lo que hacían, y sabiendo que las chicas tenían que recaudar un dinero fijo cada día y noche, si no las familias de éstas sufrirían las consecuencias y las primeras serían ella mismas.
Seguimos por nuestro camino y una de ellas nos propuso que lo hiciéramos en un banco o al lado de un árbol, la dijimos que no nos gustaba hacerlo en una situación tan de desamparo, con una sonrisa que hizo que ella también se riera. Mi amigo llevaba un termo con café y se lo ofreció, lo tomó con gusto y nos dió las gracias, y sin poder contenerme la dije que por qué no se iba de allí, que nosotros nos ocuparíamos de todo. Nos miró con ojos de incrédula y a su vez de pena, de esa tristeza que tiñe el alba del Lago de la Casa de Campo al amanecer de Madrid. Nos dijo que estábamos locos y que siguiéramos nuestro camino. La dije: mañana vuelvo en coche por aquí y te lo explicaré todo. De cómo se puede actuar y cual sería el plan , dije, y si no, pues me lo hago contigo en plan novios. La saqué una sonrisa de verdad y nos distanciamos.
A unos cien metros, un coche con las luces apagadas se paró a nuestro lado, mi amigo se dedica a la seguridad y entrena todos los días artes marciales y tiro con armas de fuego y yo soy lo que soy, un nómada errante que camina por el lugar correcto. Entonces nos pusimos en guardia y con la adrenalina por los aires, sabíamos como actuaríamos nosotros, pero no ellos y eso era un handicap. El caso es que bajó la ventanilla del coche, y nos dijo un tipo rudo, con el pelo moreno y un reloj de los caros, estáis espantándome a la clientela, si no os vais a tomar por culo, me voy a enfadar.
La manera tan violenta con que nos lo había dicho, nos enervó los nervios y pensamos en hacer una emboscada, tenía el mismo miedo que la misma sed de un ser maligno que no dejaría ni un diente a salvo de ese ser, pues conocía el camino y si llegaba hasta un paraje…Me dijo mi amigo: para que ya te veo, quieres ser otra vez un Quijote y dar una lección al mundo. Se rió mirando mis ojos llenos de rabia, conocía esa mirada y le hacia gracia. Venga vayamos a casa y mañana quedamos para ir a comprar el aparato deportivo que te dije.
Montamos en la estación Casa de Campo, y mi silencio hasta mi casa era un grito de rabia y de la TRISTEZA DE MADRID.
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